Tuesday, December 01, 2009

contra lo gourmet

Desconfío de manera innata de cualquier intento de los mercadólogos por venderme objetos. Es la única manera en que se puede navegar ese laberinto de confusión y bombardeos mediáticos que insisten todo el tiempo en que debo comprar para ser feliz. Contraciendo a priori.

Ya desde hace unos cuantos años que los cretinos de siempre empezaron a etiquetar sus mierdosos productos con el adjetivo gourmet (trad. esp. mex.: gurmé). Que si tomates gourmet, que si mermeladas gourmet, que si Big Cola gourmet, que si condones gourmet (los que van lubricados con espermaticida sabor trufa francesa). Incluso hay unos caras duras que te venden agua gourmet. Quesque porque la bajan de un glaciar en Noruega. Hijos de puta.

La palabra gourmet es básicamente un adjetivo que se usa para describir a toda una serie de productos por los que los mercadólogos han decidido que debemos pagar más que de costumbre. Algunos de estos productillos gurmé son exquisiteces como bogavantes de Alaska en conserva de hierbas himalayas y cosas por el estilo; otros son en verdad artículos mucho más sencillos como mostazas preparadas artesanalmente y chocolates hechos con cacao y no con pasta sabor chocolate#3.

Sin embargo, el adjetivo tiene un aura bastante arribista y pedante que, aplicado a mi persona, despierta un rechazo inmediato. O sea, a pesar de que disfruto de algunos de los productos que suelen conocerse como gurmé, no me siento a gusto aceptándolo.

Para empezar, cuando reviso las etiquetas de ciertos de los llamados productos gourmet me doy cuenta de que, en muchos casos, lo que se llama gourmet es lo que debería ser la norma. Si vas al supermercado, encontrarás que los jugos que sí son jugos, las mostazas que sí son mostazas, y los tomates que fueron regados con agua limpia y no con la mierda recolectada del desagüe de alguna capital de provincia, son los productos que vienen etiquetados como gourmets. En lugar de que prohiban las contrapartes por estar llenas de químicos y tóxicos y mierda, lo que hacen es abrir una nueva categoría de mercado. Al igual que con los productos orgánicos: nos cobran extra por no cagarse, mearse y echar veneno en nuestra comida.

Por otra parte, los productos gourmet son cosas que en otras culturas se consideran normales. Si le dijeras a un indú que en México el chutney es comida sofisticada, se cagaría de risa. La leche de soya en el oriente es más barata que la de vaca, pero acá vale 32 el litro (por tanto, últimamente he estado experimentando con eso de comerme los corn fleis con agua). Y al revés: en cualquier otro país del mundo, el huitlacoche que cualquier ñero come en el puesto de quesadillas del mercado se consideraría una exquisitez, pero no por ello consideraríamos que un albañil que devora quecas de huitlacoche es candidato a reseñista de la Guía Michelin.

Para alguien que detesta los productos procesados (la mostaza que no es mostaza, sino colorante con remanentes de alguna semilla; el pan que no es pan, sino una esponja de migajón) lo gourmet se presenta como una opción más natural, a veces. Esto es por supuesto una de esas paradojas pendejas a las que estamos acostumbrados los que vivimos bajo la dictadura del marketing: resulta que ahora lo refinado consiste en comer cosas tecnológicamente menos refinadas.(Noten: el fracaso del cientificismo y la puesta en duda del monopolio de la verdad que profesa la ciencia se pueden argumentar a partir de algo tan sencillo como esto: en que resulta que el pasado sí era mejor pues, aunque la tecnología ha abaratados los productos, también los ha empeorado. Pero eso es tema de otro post.) Y no es mi culpa que la sociedad mexicana contemporánea haya descubierto el goce culinario en los Churrumais, la Coca-Cola, la Maruchan y los Bimbuñuelos. Finalmente no tengo la culpa de haber nacido en un país donde la línea de productos Lonchibón se considera una buena alternativa a una comida y no un crimen de lesa humanidad. Que la gente esté acostumbrada a engullir basura, que tenga una lógica tóxica de la alimentación, no me convierte en un ser gourmet, sino únicamente en una persona un poco más selectiva en cuanto a su alimentación. Como lo deberíamos ser todos.

Por esto no sugiero que todos deban empezar a gastar el triple en su comida. Pero de lo que sí estoy seguro es que comprar una coca, un lonchibón y unas donas bimbo (y unos chicles trident de menta en lugar de cepillarte el hocico, cerdo), te puede costar más en conjunto que prepararte en casa una buena ensalada o un sandiwch (últimamente me volví adicto a los de palmito con provolone y un toque de mostaza y chipotle) y llevártelo en un toper a la escuela y/o trabajo.

Por otra parte, este post no tiene propósito negar algo absolutamente innegable: que soy, en buena medida, un asqueroso sibarita. Pero es que , dado que no soy consecuente con mis ideas políticas, intento serlo al menos con mis placeres. Disfruto un buen jugo recién exprimido, un par de centeno con tofu ahumado, un chocolate que sí es chocolate, un buen té de menta que no venga en chafibolsita y de todo ese tipo de cosas como las disfruta cualquiera. Pero como vegetariano, mi gurmandismo (chequen el sustantivo hiperpedante, seguro lo aprendí navegando en Reforma.com o algo así) se ve limitado ante esa barrera que representa el hecho de que no como carne. O sea, los placeres esnobistas como lo son los caviares, cortes de carne, pescados de textura exquisita que sólo viven en el fondo del océano ártico, fua gras, jamones de cerdos que engullen bellotas, me tienen sin cuidado (y aunque comiera carne, otra cosa indiscutible es que mis ingresos son insuficientes para ese tipo de desplantes).

En fin. El tema de esta entrada se me ocurrió hace poco. No me acuerdo si estaba en el aeropuerto de Monterrey esperando a venir al DF, o viceversa, pero me encontré con un panfleto de Aeroméxico (o tal vez era de Mexicana, tampoco recuerdo) que promocionaba el servicio de enoteca en el aeropuerto. O sea, una sala para degustar vinos en medio de un puto aeropuerto. Para que bebas un cabernet y a los cinco minutos te quiten el cinturón para que lo pases por los rayos X.

Esto me condujo a otra reflexión: que la plaga de enotecas, productos gourmet y restaurantes de alta cocina mediocres demuestran otro malestar social más profundo. Se trata de un malestar que se me aparece cada que me enfrento a una campaña de publicidad de esas que dicen que debemos, en todas partes, procurar el supuesto “disfrute“ de la vida. Que intentan vendernos un producto siguiendo una lógica de consumo que procura la felicidad. ¡Bola de mentiras! ¿Por qué? Porque se necesita más que objetos de consumo para generar placer. Por ejemplo: ambiente, buena compañía, reposo mental, tranquilidad, disposición emocional. Una sala de un aeropuerto bullicioso lleno de laptops no nos brinda nada de eso. Tampoco nos lo brinda un restaurante de Polanco lleno de guaruras y gente que está checando el mail en sus Blackberrys. Claro: acudir a una enoteca en un aeropuerto le puede brindar la ilusión a un ejecutivo de que está aprovechando máximo de su tiempo, de que está aprovechando su status para gozar. Lo que menos tiene un hombre esclavizado es tiempo. Y cuando un hombre no tiene tiempo, no tiene amigos, y tiene dinero, estará más dispuestos a despilfarrar en algo que supuestamente le brindará placer (la idea palurda de que lo “exclusivo“ es placentero en sí mismo).

Sin embargo, me atrevo a decir que la comida cara no es placentera en sí misma. Es más, lo que te cobran en un restaurante mamón no es lo delicioso del platillo, sino la combinación de ingredientes finos y exóticos de maneras excepcionales (en el mejor de los casos, claro), así como servicio, decoración, prestigio, etc. Y será difícil que uno de esos chefcillos invente un platillo como esos ya existentes y que son producto de cientos de años de perfeccionamiento de generación en generación. O los que existen en la naturaleza: un tomate maduro, una manzana dulce y jugosa, unas cerezas recién cortadas del árbol, una toronja recién exprimida (cada vez que bebo un jugo de toronja, las naranjas me parecen más y más entes despreciables). Las recetas tradicionales mexicanas, muchas de ellas saludables, deliciosas y vegetarianas. Bla bla bla


Conclusión: El placer de la comida está al alcance de casi todos, y tal vez no sea mala idea que la gente se vuelva más exigente en lo que come. Tal vez sea la única forma de zafarse del paradigma tóxico mexicano. Por otra parte, debemos cuidarnos de participar de esa orgía de displacer y confusión que nos intentan vender los mercadólogos, y en la que lo más probable es que acabemos con los esfínteres dilatados y las carteras vacías. Y bueno: recordar que es posible comer los manjares más deliciosos de la tierra, peron que si no tienes disposición ni apetito, si no tienes alma porque te has dedicado a comportarte como tiburón o como monstruo, ten por seguro que tus alimentos te serán más insípidos que un puñado de cal.