Thursday, July 05, 2012

La insignificancia como destino

Empiezo este texto con una serie de merecidas admisiones. ¿La primera? Que soy un ignorante del proceso electoral mexicano. Un completo neófito. No sé quiénes son los (¿cuatro? ¿cinco?) candidatos a la Máxima Silla, desconozco cuáles han sido sus declaraciones. No sé nada de los pormenores de sus posiciones políticas y tampoco sé cuáles han sido sus promesas de campaña hasta el momento. La segunda admisión es: me vale madre no saber nada. Por ende, no pienso enmascarar mi ignorancia yendo, en este preciso instante, a empaparme las neuronas de algún artículo de Wikipedia o a leerme las columnas de algún chaficomentarista: la última vez que revisé, a la mayoría de los periódicos mexicanos se les da mejor uso cuando se les utiliza para recolectar orines de perros rebeldes que cuando el lector intenta servirse de ellos para aprender. No. Lo que intentaré --contrario a lo que exige todo principio científico-- será preservar mi ignorancia como si de una preciado estado de pureza se tratase. Como si estuviera en posesión de un delicado espécimen atrapado en ámbar cuya sangre encierra las claves para entender la evolución de toda una especie, haré mi mejor intento por no salpicar mi ignorancia con la sucia agua de los caudales de desinformación que fluyen por todos los canales mediáticos habidos y por haber, y de los cuales me he mantenido fortuitamente alejado a raíz de un viaje al extranjero. Así que, a la usanza de una delicada doncella que entrega su inocencia en la noche de bodas, me desarroparé de mis conocimientos y ofrendaré mi ignorancia desnuda a ustedes, queridos lectores, para que disfruten hoy --con el probable salvajismo y la tenebrosa sicalipsis que caracteriza a la gente de internet-- de la dulzura de mi inexperiencia. Y frente a mis admisiones, los justificables reclamos: hipocresía, doble moral, conformismo. Pues sí. Como parte de los ejercicios de este blog, he arremetido contra la ignorancia de los comentaristas de televisión, pero también de los ciudadanos. He criticado con fiereza y calificado de plaga la opinología rampante. He maldecido la ignorancia y a los ignorantes y he cuestionado a aquellos que deciden, mandan y opinan sin ser ellos expertos en el tema. Al igual que existe un exceso de personajes sobrecalificados que ejercen sus doctorados en historia las aulas de escuelas primarias, hay un superávit paralelo de idiotas sin educación con voces demasiado altas que vociferan su ignorancia en todas partes y cuyas desagradables palabras se han vuelto parte de la cacofonía diaria que, cual estribillo de canción pop que nos grita al oído desde la bocina de un microbús, hemos terminado si no por aceptar al menos sí por tolerar en nuestro afán por ser miembros funcionales de la sociedad sin perder del todo la cordura. Sé perfectamente que en algunos momentos he abocado a que se le niegue el derecho a voto a quienes no pasen algún examen de conocimientos generales --una utópica vuelta al despotismo ilustrado, el más deseable de los regímenes y contrario absoluto del que impera actualmente, la democracia de pendejos-- y que eso contradice lo que profeso en estos momentos que es: admitir que soy un pendejo y exigir que se me escuche. Nada menos. Tengo algunas certezas, sin embargo. Por ejemplo: la certeza de que no necesito sumergirme de lleno en las campañas electorales para saber que todos los candidatos son iguales que hace seis años, que hace doce. O la certeza de que no necesito pararme en la Glorieta de Insurgentes para estar seguro de que las calles de la Ciudad de México están atiborradas de agresiva publicidad/basura electoral. También tengo la certeza de que no necesito ser auditor del IFE (¿el IFE tiene auditores?) para saber que se gasta demasiado dinero en embarrarnos los ojos con mierda, en gritarnos obscenidades a los oídos. Las certezas de mi sentido común también me garantiza que ni Vázquez Mota ni Peña Nieto han sabido dar un sólo argumento de por qué merecen ser presidentes, que AMLO sigue bajándole de tono a su discurso (recuerda AMLO: te perdonan tu berrinche de hace seis años, pero sólo porque esta vez no ganas ni a putazos. Pero no te importa: no estás haciendo campaña para 2012, sino para 2018). Me insinúan que, en una de ésas, Peña Nieto está cayendo en las encuestas (los mexicanos son pendejos, pero no tanto: con una popularidad del 59% atribuible únicamente a que se engrasa el pelo como John Travolta en Vaselina, y sin sustancia política alguna, es imposible que el tipo reciba votos en lugares que no sean los palenques y las rancherías del Edomex, donde regalarle una bici a un viejito basta para aumentar tu popularidad en 2 puntos-- Peña Nieto no podía ir sino para abajo. El único que no estaba al tanto de eso era él mismo.) Estoy seguro de que nadie ha dicho de qué manera piensa cambiar México. Que ninguno de los dos punteros ha dicho qué va a hacer diferente. Que ninguno ha presentado propuestas puntuales que establezcan con detalle el cómo exactamente piensa sacar a México de la trampa de lodo en la que lleva dos décadas atascado. Estoy seguro que todos hablan como si no importara que sigamos siendo corruptos, ignorantes, pobres, violentos y pendejos. Que todos hablan como si no importara que siga habiendo hambrunas en un país que, con un mínimo de esfuerzo, las podría haber erradicado desde hace treinta años. Que todos hablan como si no importara que los números nos muestren constantemente entre los los países que no avanzan. Estoy seguro que todos hablan como si no importara que los únicos cambios del sexenio hayan sido para mal. Quizá lo más relevante de este proceso electoral es su insignificancia. El hecho que incluso un ignorante como yo pueda saber desde ahora que, gane quien gane, las cosas van a seguir más o menos igual. Que el ejército y la Policía Federal van a seguir en las calles, que la economía va a seguir arrastrándose a paso de babosa para, luego de unos años, sufrir una crisis y perder el terreno ganado, que los mexicanos van a seguir leyendo tres libros al año, que seguiremos descubriendo narcofosas en Tamaulipas, que día a día, México irá afianzando su posición como país retrasado que en veinte años será superado, no digamos por Brasil, sino ya también por Colombia y Perú. Que la inmovilidad política será la norma. No tengo que volver a México para saber que los panistas celebrarán el momento en que los salarios en México sean más bajos que en China; que los priístas celebrarán la vuelta del nepotismo y la suciedad. No tengo que estar ahí para saber que, a todos los que no seamos influyentes, hijos de influyentes, sobrinos de influyentes, nos seguirán subastando como si fuéramos la porcelana vieja de una abuela muerta. Hace treinta años nos dejó atrás España. Hace veinte nos empezaron a dejar atrás Singapur, Corea. Ahora lo empiezan a hacer Brasil, Chile, Turquía. Al rato estaremos igual que Perú. Y luego probablemente seremos rebasados por ellos también. Porque no sólo no avanzamos, sino que perdemos terreno frente al resto del mundo. Porque el mundo sigue. Otros países dejan de ser corruptos. Dejan de ser pobres. Dejan de ser pendejos. Dejan de solapar criminales. Nosotros, en cambio, somos los que nos mantenemos iguales. Los que rehusamos a hacer algo. Los de las autoridades que, enfrentadas con una acusación, lo primero que hacen es defenderse, justificarse, y lo último que hacen es reparar, arreglar, hacer caso. Somos los que nos estancamos a enverdecer como agua sucia en un florero, a esponjarnos lentamente como mojones olvidados en el fondo de la taza del excusado. Y aunque no sea más que una farsa, el problema es que, a fin de cuentas, un presidente siempre acaba marcando un rumbo, un destino. Las elecciones del 2012 son aburridas porque son predecibles y porque no ponen en juego nada. La sentencia pesimista por excelencia ("gane quien gana, todo seguirá igual") es, en este caso, profecía y redundancia. Por eso insisto que, este tres de julio (¿o es el dos? ¿el cuatro? Ya ni sé.), más que eligiendo, estaremos confirmando. ¿Qué? Pues nada: sólo aquello que en las últimas dos décadas han sido nuestros lineamientos nacionales: la estupidez como credo, la estulticia como filosofía de gobierno, la apatía como praxis. Es decir, en su conjunto: la insignificancia como destino nacional. -- Como muchos habrán inferido, he decidido mudarme a una ciudad lejana llena de mezquitas y azules canales. Aquí he dedicado los últimos meses a cumplir mi sueño: convertirme en Sultán y, por tanto, tener derecho a mi propio harem. Actualmente me encuentro comparando rentas y demás. Sin embargo, algo sí les confieso: contrario a lo que me aseguró un rocker marijuano con dientes color cadena de bici oxidada y pelos morados que se juntó con la crema y nata del rock and roll estambulita en los setenta, parece difícil que el dinero que gastaba en alquilar un garage en la Roma--hacía frío en las noches pero lograba robarme el wi-fi de un Starbucks y, al vivir en la colonia BoBo por excelencia del De Efe, preservar cierto status de jipster necesario para juntar más seguidores en Twitter-- me alcance para algún palacio otomano a las orillas del Bósforo, pero existe la posibilidad de que me den alguna prebenda a cambio de que escriba panegíricos alabando a un tal Erdogan en los periódicos mexicanos de provincia. El tema lo sigo negociando con un hombre de bigotito y abrigo negro que me cita cada vez en un kahve distinto de Aksaray. Nunca me ha dicho su nombre, pero le gusta la narguile de manzana, el te con turrón y medio de azúcar, y hacerse pendejo a la hora de pagar la cuenta. (Por cierto, me acabo de acordar que no me ha pagado las veinte liras turcas que le gané jugando al backgamon le semana pasada, qué bueno que escribí esto). Los mantengo al tanto.

Tuesday, March 13, 2012

¿Hay vida en La Decomposición Latente?

Un, dos, tres....probando....un, dos, tres.